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Ya casi había olvidado que tenía aquel libro cuando, el otro día, dispuesta a cumplir con mi hábito de releer, mi atención se dirigió a él. Allí estaba, un pequeño tomo de tapas blandas con una hoja señalada.

Es curioso como cosas olvidadas pueden volver a tu vida inesperadamente y obligarte a pensar en cosas que normalmente obvias: cómo eras, cómo has cambiado y como algunas cosas siguen siendo igual que antes. Allí, olvidado entre las páginas del libro estaba un secante que ya sólo huele a libro antiguo pero que con verlo, evocó un perfume. Estaba allí señalando una página con una cita subrayada:

¿Qué son «La Tempestad», «Troilo y Cresida», «Los gentiles hombres de Verona», «Las alegres comadres de Windsor», «El sueño de una noche de verano», «El cuento de invierno»? Son la fantasía, son el arabesco. El arabesco en el arte es el mismo fenómeno que la vegetación en la Naturaleza. El arabesco nace, crece, se anuda, se exfolia, se multiplica, se vuelve verde, florece y atrapa en sus ramas todos los sueños. El arabesco es inconmensurable; tiene un inaudito poder de extensión y crecimiento; colma los horizontes y abre otros nuevos horizontes; intercepta los fondos luminosos por medio de innumerables cruces. Y, si mezcláis a este ramaje el rostro humano, obtendréis un conjunto vertiginoso; es una conmoción. Cita de Manifiesto romántico de Víctor Hugo.

Era el secante del primer perfume de Roberto Cavalli (2003), aquel de frasco estilizado y tonos plata coronado por una serpiente enrollada. Esta silueta estaba grabada en el papel y, aunque no conservaba nada de la fragancia, tampoco hacía falta. La impresión de aquel perfume aún la puedo evocar de memoria. Parecía al principio algo extraña e incluso disonante pero después era suave, afrutada y evolucionaba de un modo intrigante, con un sillage ligero y expansivo en el que se revelaban notas de cedro, almizcle y sándalo con un filo acuático. Aquel perfume era paradójico: seco pero jugoso, dulce y luminoso, con sutiles acentos de manzana fresca. Aún pienso que aquel perfume asumía ciertos riesgos y que, de alguna manera descendía de Feminité du Bois: cedro, frutas, canela…pero con un aire más juvenil.

Oro (2004) fue el capítulo siguiente, también firmado por Maurice Roucel; mismo frasco pero tonos dorados para una reinterpretación más lujosa y atemporal, pero también más caleidoscópica: puede leerse como un ámbar suave, cremoso y especiado; como un oriental amaderado con etéreo y afrutado sándalo o como un floriental en el que la glicina -esa flor que se debate entre miel, humo, pimienta y mandarina- y la freesia -apimentada y húmeda- son protagonistas, en clave delicada, sostenidas por suave vainilla, guayaco y un sutil toque meloso que redondea la base ámbar.

Sea como sea en conjunto Oro es un perfume deleitoso, con todo lo bueno y raro del primero pero más redondeado. Aquí se lee fácilmente esa nota de manzana crujiente y refrescante que a ratos juega con la faceta empolvada a traer recuerdos de la infancia, incluido un tímido recuerdo a manzana caramelizada. Esa faceta frutal está ahora más presente aún y se redondea con el dulzor voluptuoso del albaricoque y se contrasta con un frescor alimonado y floral de magnolia. Pero ninguna nota destaca encima de otra, todo está concatenado mediante matices y pequeños contrastes. Así que junto a la fruta, las especias: canela, pimienta y vainilla. El conjunto es sedoso, almizclado, cremoso, empolvado.

Ni Oro ni su antecesor siguen en producción. Sólo con paciencia pueden encontrarse en tiendas online pero catorce y trece años después siguen aportando un aura inconfundible.